SABÁN, Quintana Roo, 13 de agosto. – Entre las calles y plazas, a veces los vendedores ambulantes ofrecen piezas que guardan historias únicas. Tal es el caso de Gonzalo Can Uc, campesino y hábil tallador de madera originario de esta comunidad maya, cuyas manos transforman la materia prima en coloridas figuras de animales, terminadas con hilos y detalles finos.
“Puro de animales así… hay grandes, con su aro grande, como del tamaño del loro, de un ‘Cocha’… hay otro de mascarones”, cuenta Gonzalo, mientras muestra su trabajo.
A pesar de su talento, como la mayoría de los artesanos rurales, no puede vivir únicamente de esta actividad, que se convierte en un complemento para los ingresos familiares.
“A veces vendo solo diez… casi no tengo mercado para venderlo”, reconoce.
Su ascendencia maya es evidente, pero la falta de oportunidades lo ha convertido —como a muchos otros— en un visitante limitado de los sitios arqueológicos que resguardan su propia herencia.
“Una vez me fui a Chichén Itzá… allá no dejan que entre uno, porque ellos están pagando”, relata sobre las restricciones para vender en zonas turísticas.
La elaboración de cada pieza es un proceso laborioso:
“Un pedazo de coa, le saco filo… así con trabajo, diez llaveritos al día, pero no terminados; solo tallarlos… sí, lleva como cuatro días”, explica.
Cuando logra reunir suficientes figuras, sale a venderlas, aunque muchas veces los gastos de pasaje y comida reducen las ganancias:
“Ahorita ya vendí nomás cinco. Debo pagar pasaje, comida…”.
En la zona maya de Quintana Roo, la artesanía sigue siendo parte de la identidad y la vida cotidiana. Sin embargo, como en el caso de Gonzalo, preservar esta tradición implica sortear las dificultades de un mercado reducido y la competencia de productos industrializados.

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