Por: Alfonso Pérez Daza
La palabra autocracia proviene del griego “autos” que significa “por uno mismo” y “kratos” que engloba los conceptos de poder y gobierno. Por ello, cuando se emplea ese término se hace referencia al sistema de gobierno donde se concentra el poder en una sola persona. El propio Hans Kelsen ejemplificaba que, cuando las decisiones políticas en forma de leyes se toman de arriba hacia abajo se tiene una autocracia, y cuando ellas proceden de abajo hacia arriba se ejerce una democracia.
Lo anterior cobra relevancia porque actualmente se discuten en México una serie de propuestas de reformas constitucionales que pretenden modificar el sistema electoral. Esas decisiones que impactan en nuestras vidas deben tomarse con la participación de todos los legisladores que nos representan indirectamente. Cuando el Poder Legislativo se somete u obedece ciegamente la indicación de una sola persona en la creación de las leyes estaríamos en una autocracia, pues, como decía Kelsen, una característica de esa forma de gobierno se presenta cuando, quienes obedecen las leyes, no participan en su creación.
Por eso me parece grave que se califique de “traidores a la patria” a los legisladores que se oponen a una modificación constitucional. Los argumentos, explicaciones y posicionamientos políticos que se sustentan en uno o en otro sentido son públicos y permiten a los electores juzgar o calificar si nuestros representantes votaron a favor o en contra de nuestros intereses, pero esta dinámica forma parte de la democracia.
La obsesión por el poder autocrático es una realidad que se presenta en varias partes del mundo. Moisés Naím escribió en su obra “La revancha de los poderosos” que Polonia, India, Bolivia y Estados Unidos han tenido líderes con la intención de afianzarse en el poder tratando de socavar los controles que se los impide, desde la prensa libre y crítica, la independencia de los tribunales y, en general, destruir cualquier mecanismo que constituya un impedimento para gobernar sin restricciones. El autor advierte, por ejemplo, que el principal populista nacionalista estadounidense está tramando su regreso al poder.
Un gobierno autócrata somete al parlamento, a los jueces, a los gobiernos estatales, reprime a los medios de comunicación y ajusta las leyes a sus planes para conservar el poder. En la actualidad, estas características para ejercer el poder afortunadamente son inconstitucionales. La influencia del pensamiento del filósofo Rousseau están vigentes en nuestra Constitución, pues los valores más importantes contra el poder político son la libertad y la igualdad. Debemos participar en las decisiones que competen al bien común, no ser sometidos a algún tipo de opresión y, desde luego, no caer en la posibilidad objetiva de ser dominados por la voluntad de una sola persona.
La propuesta política de Rousseau se estableció en el artículo 39 de la Constitución Política de los Estados Unidos mexicanos, el cual señala que “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo”, por consiguiente, los legisladores tienen el poder de dictar las leyes y el pueblo, es decir, nosotros, el deber de participar, opinar y exigir que nuestros representantes del poder legislativo, estudien, discutan, aprueben las leyes que permitan construir un México más moderno, más incluyente, más justo.
Hasta ahora los mexicanos decidimos vivir en democracia; en un sistema donde el poder se divide, se limita, se renueva periódicamente sobre la base de la libertad. En la teoría la democracia es un método para resolver conflictos con la participación de los representantes de todas las corrientes políticas en una sociedad con el objetivo de mantener la paz. Por ello, el diálogo, la razón y el respeto deben ser el eje para la toma de las decisiones más importantes del país. Pero qué lejos estamos de la teoría.
*Académico de la UNAM
**Texto reproducido con autorización del autor y publicado en El Universal
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