Los tule, un pueblo indígena que vive en la frontera entre Colombia y Panamá, resistieron y siguen resistiendo, como guardianes de sus costumbres, a los paramilitares que los amenazaron, desplazaron y quisieron matarlos de hambre, sin ser ajenos al conflicto que los rodea.
En las lindes del Tapón del Darién, los tule (también llamados cuna o gunadule) guardan más de 2 mil 800 hectáreas -casi una sexta parte recuperada gracias a una sentencia de restitución de tierras- sobre todo de bosque selvático y montañoso, donde mantienen pequeñas casas de tablones de madera y tejados de ramas que les sirven como hogar, casa comunal o colegio.
El conflicto y el control de los paramilitares de esta zona fronteriza y que comunica al Caribe les arrebató las vías de comunicación con sus familias gunadule que viven al otro lado de la frontera, en Panamá, y también los confinó y amenazó su existencia, con masacres como la de siete indígenas en enero de 2003.
Los tentáculos del conflicto
“Esto es una vía pública, aquí pasaron la guerrilla, los grupos armados ilegales…”, cuenta a Efe, señalando la carretera que conduce a Unguía, el municipio más cercano, el secretario mayor del resguardo, Nelson Yabur, quien dice que de todos los que pasaron por ahí los peores fueron los paramilitares: “Es el grupo que hizo más daño a esta región porque ellos llegaban y no investigaban; cogían y asesinaban de una vez sin decir nada”.
Como una historia que se repite en varios rincones de Colombia, a los cuna los amenazaban las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), los acusaban de colaborar con la guerrilla o les pedían extorsiones.
Era la zona de influencia de Freddy Rendón Herrera, alias “El Alemán“, que fue el comandante del Bloque Elmer de Cárdenas de las AUC y fue condenado en 2011 por más de mil crímenes, aunque ahora está en libertad.
Yabur destaca que ese bloque paramilitar les impuso cuotas en la compra de alimentos de 20 mil pesos semanales (unos 7 dólares), pero aún así resistieron. “Si no hacíamos caso, lo hacían desaparecer a uno”, afirma, pero sus tierras, fértiles como ninguna en Colombia, les proveyeron de lo necesario y solo necesitaban comprar el aceite, sal o velas.
“Entonces el señor Alemán amenazó al cacique porque quería este territorio como una hacienda, como una finca”, dice Yabur, que cree que con las amenazas y el veto de compra los paramilitares creyeron que se “iban a morir los indígenas”. Pero no fue así.
Cultivos y productos
Este resguardo, donde se calcula que viven unos 2 mil de los 60 mil tules que existen entre Colombia y Panamá, vive de grandes cultivos de banano, que es el símbolo de la región del Urabá, y otros como yuca, cacao o caña de azúcar, casi todo para consumo propio y venta en comunidades aledañas.
En la comunidad mandan los hombres, liderados por seis caciques, mientras las mujeres se dedican al hogar y son las que usan trajes tradicionales, que se caracterizan por las “molas”, unas telas que ellas mismas cosen con motivos geométricos o animales y que les sirven de protección o para curarse.
Mientras una mujer baña a un niño pequeño en una olla grande, en el interior de la cocina comunitaria, otros niños escuchan en el celular videos de Bad Bunny y otro, tumbado en una hamaca, mira una pelea de boxeo.
“Me siento muy orgullosa de ser indígena”, resume Johanna Garrido, una joven de 26 años, que tiene claro que a sus hijos va a enseñarles para “no perder la cultura”. Garrido ya ha pasado sus dos fiestas rituales de la pubertad.
La primera la celebran cuando a una adolescente le viene por primera vez la menstruación. La niña es aislada en una habitación que le construyen los hombres, donde solo pueden entrar su madre o las mujeres que les enseñan todas las tradiciones, le rapan la cabeza y la bañan y alimentan durante una semana.
Luego, hasta la segunda fiesta la adolescente no puede mostrar su rostro, oculto bajo un pañuelo, pero el evento es una gran celebración; es “como cualquier fiesta de 15”, dice Garrido.
Permanencia del conflicto
La naturaleza es también esencial. “Las montañas son como un laboratorio, una farmacia, donde uno consigue toda la medicina o también puede ser como una nevera, si quiere carne fresca”, resume Yabur.
Durante años, esta comunidad gunadule permaneció aislada, sin poder comunicarse con sus familias, y aún hoy, debido a los paramilitares del Clan del Golfo que controlan la zona y mantienen cultivos de coca y laboratorios de producción de cocaína en la selva, no pueden acceder a varios de sus lugares sagrados.
El río, que atraviesa la comunidad y es un elemento importante para ellos, está también amenazado: “De aquí para arriba hay cantidad de cultivos y en invierno cuando crece el río, hay olor a gasolina”, dice Nelson Yabur, hermano del secretario y maestro de la escuela.
“Todo el mundo sabe, los entes de control ambiental saben que este río está contaminado”, lamenta el otro Yabur, pero nadie se atreve a enfrentar el narcotráfico.
“El proceso de paz que hizo (Álvaro) Uribe con los paramilitares no fue una desmovilización”, explica el secretario, haciendo referencia al proceso que comenzó ese Gobierno con las AUC y que solo sirvió para hacer “crear más grupos”; y con la guerrilla cree que pasó lo mismo.
“Entonces para nosotros no hubo paz en Colombia -lamenta el líder indígena-; si hubiera habido paz, en este momento no estaríamos matándonos el uno al otro”. No tendrían que seguir resistiendo.
Con información de EFE
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