Todo pasa, menos la reina Isabel II.
El rasgo que convierte a Isabel II en uno de los personajes vivos de mayor relevancia histórica es su continuidad en el tiempo, su participación desde la primera fila en los mayores acontecimientos de la Humanidad desde hace casi un siglo.
En un país en que la reforma prima sobre la revolución, donde la costumbre crea la ley y la tradición impone sus reglas a la modernidad, la reina encarna la esencia inmutable de la monarquía, para generaciones enteras de británicos una constante en sus vidas.
Su trabajo ha consistido ante todo en ser y estar. Como escribe el periodista Andrew Marr en su biografía de referencia “The Diamond Queen”, la suya “ha sido una vida de aparecer. Pero aparecer no debe subestimarse”.
Y aunque Isabel apenas aparece últimamente por sus problemas de salud y su avanzada edad –96 años-, su rostro es tan universal que ni siquiera necesita hacerse presente para que Reino Unido le profese devoción inquebrantable.
Isabel II ha hecho del silencio y el hieratismo la mejor forma de blindarse ante cualquier polémica “terrenal”.
Entrar en el barro, como le sucedió en su convulsa relación con la difunta Diana de Gales, solo le ha servido para ensuciar una reputación que ni las dudas sobre la financiación palaciega o sobre el presunto racismo en el seno de la institución han logrado mancillar.
Desaparecido el imperio, emancipadas las colonias, consumado el Brexit (todo esto en una sola vida), Reino Unido se ha transformado de cabo a rabo a lo largo de los 70 años de reinado de la monarca, que se celebran por todo lo alto esta semana en el Jubileo de Platino.
Hace tiempo que la reina no atraviesa su mejor momento. La muerte en abril de 2021 de su marido Felipe, duque de Edimburgo, provocó un vacío en palacio que nada ha conseguido llenar.
Fue ingresada en un hospital el pasado octubre para ser sometida a exámenes por una dolencia nunca del todo explicada. En febrero contrajo COVID-19. Y se cuentan con los dedos de la mano los actos públicos a los que la soberana ha asistido en el último año, casi siempre vinculados con los caballos, su gran pasión.
La situación dentro de la familia Windsor dista de ser idílica: el príncipe Andrés -considerado su hijo favorito- está proscrito socialmente por sus vínculos con el delincuente sexual Jeffrey Epstein y los díscolos duques de Sussex, Harry y Meghan, no dejan de procurarle dolores de cabeza.
Pero ella sigue ahí. En el mismo sitio en el que ha estado desde que su marido Felipe la invitó a dar un paseo por el jardín del hotel Sagana, en Kenia, a las 14:45 h del 6 de febrero de 1952 para informarle de que su padre, el rey Jorge VI, había muerto y que ella se convertía así, a sus 25 años, en soberana de Reino Unido y cabeza de la Commonwealth.
Cuentan sus hagiógrafos que Isabel recibió la noticia con el aplomo y la serenidad que siempre ha exhibido en público. De hecho, si hay una cualidad que los británicos han apreciado en su reinado, según todas las encuestas, es la “dignidad” con la que ha soportado el peso de la corona.
Y ello pese a haber llegado al trono de rebote. Nacida en Londres el 21 de abril de 1926, solo supo que algún día reinaría a los diez años de edad, cuando la abdicación de su tío Eduardo VIII dejó la corona en manos de su padre, Jorge VI, convirtiéndola automáticamente en heredera.
Su vida se ha relatado hasta la saciedad, hasta el punto de generar en el ciudadano la extraña sensación de creer saberlo todo sobre ella pero al mismo tiempo ignorarlo todo.
Sus encuentros con el primer ministro Winston Churchill, su boda con Felipe de Mountbatten en 1947, sus desavenencias con Margaret Thatcher, su “annus horribilis” de 1992, la muerte de Diana de Gales… pocas veces una figura ha sido escrutada con mayor detalle por parte del público y los temibles tabloides británicos.
En sus 96 años de vida, 70 de reinado, en el mundo ha pasado de todo. Apenas una cosa no cambia: la reina Isabel II.
Con información de EFE
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